EL ÚLTIMO GRAN HACENDADO DE TURÓN

  A través de las generaciones, los ancestros más antiguos se van haciendo invisibles, pero lo importante para nosotros es que existieron y en ellos está diseminado el germen de lo que somos. Expresado en otros términos, existe una memoria celular, un potencial genético. Se puede decir que hay una base molecular que es común a todos nuestros antepasados. Aseguraba Daniel Dancourt que «los tatarabuelos, aunque lejanos, irradian luz y color que llega a nuestros días, como nos llega la luz de viejas estrellas del Universo ya desaparecidas». Particularmente, mis antepasados más antiguos conocidos del valle de Turón estaban asentados en Villapendi y datan de la época de aquel rey español «en cuyos dominios nunca se ponía el sol». Luego, a principios del siglo XVIII, se mudarían a Enverniego y a uno de estos que vivió en la centuria siguiente, le vamos a dedicar las siguientes líneas.

                                                    Ángel Martín González  nació el dos de marzo de 1855, y pertenecía a la casa de los González de Enverniego, ricos labradores desde siglos atrás. Los antepasados de su padre Benito eran hidalgos pertenecientes a la pequeña burguesía existente en esos tiempos. En cuanto a la condición de su madre, María, ocurría algo similar, pues era hija de Matías Fernández-Prieto, el mayor hacendado del Valle en esa mitad de la centuria decimonónica (Ver “Informaciones del Turón antiguo” pág. 125). No había cumplido Ángel un año de vida cuando falleció su padre de forma accidental(Ver “Turón, hora cero” págs. 40-41). Entonces, junto a sus hermanas mayores, Josefa y Bernarda, se le nombró un curador judicial. A él, en particular, se le otorgó una dote para estudiar la carrera eclesiástica. Así fue como a muy tierna edad abandonó Enverniego para comenzar sus estudios de Latín y Humanidades en el monasterio de Corias (Cangas del Narcea).

El inicio de sus estudios en Corias, siendo un niño, casi coincidió con la llegada de los dominicos que se hicieron cargo del monasterio, clausurado desde la llamada «Desamortización de Mendizábal«

                                               Ángel llevaba diez años de «enclaustramiento» y ya vestía los hábitos religiosos cuando un grave contratiempo vino a dar al traste con todas las ilusiones que tenia puestas en el futuro. Entre ellas, no  estaba descartada la evangelización en tierras lejanas como las Islas Filipinas, pertenecientes a España, que era el   destino de muchos dominicos en esa época.  La vida en el convento  estaba sometida a una férrea disciplina: el levantarse de la cama con las primeras luces del alba, el estudio y la oración formaban parte indisoluble e inquebrantable del desarrollo de cada jornada. Este rango rutinario se rompía con el regreso a la casa natal aprovechando el periodo vacacional del verano y allí disfrutaba de la ternura de su madre, de la compañía de sus  hermanas, del cariño de  su abuelo Matías al que visitaba esporádicamente en su morada de  Fresneo  y del contacto con su primo «Lalo Castañir» que , por aquello de unir haciendas, se  convertiría  pronto en su cuñado al desposar a su hermana Bernarda en 1870.

Cangas del Narcea. Monasterio de Corias.

                                          Hay una sensación de normalidad en la vida de Ángel durante  aquellos años hasta que llega finales de 1871. De repente, se verá envuelto en un grave altercado  que habría de dar un giro copernicano a su existencia futura. Hacía una temporada que, la dirección del convento,  observaba un cambio de comportamiento en su conducta, pues en algunas clases se encontraba totalmente ausente, como si las explicaciones de sus profesores no fueran con él, con la consiguiente caída del rendimiento en sus estudios. Fue  advertido de que tenía que desterrar aquella actitud de indolencia llegando, incluso, a tratar de amedrentarle con duras palabras.

Al verse inmerso en un grave altercado fue expulsado del convento de manera fulminante

                                                No surtieron ningún efecto aquellas amenazas y, un día, enfurecido el fraile que hacía las veces de “jefe de estudios” le propinó una severa paliza. Pero el joven alumno, no se amilanó y, aunque estaba hundido y desesperado,  le hizo frente a su preceptor. Tal violenta reacción no tenía precedentes en la historia del convento. En los once  años que habían transcurrido desde que los «hijos de Santo Domingo» llevaban ocupando aquel establecimiento conventual, cerrado por causa de la llamada «Desamortización de Mendizábal», no se había registrado un caso semejante de indisciplina. Su proceder fue considerado por sus superiores como un acto muy grave pues había violado el reglamento vigente en el cenobio y rápidamente su actuación se sometió a juicio por sus superiores. Ángel, apenas un adolescente en aquellos momentos, era presa de un aturdimiento, consecuencia de una crisis de la que era víctima que él trataba de ocultar. Presa de los nervios, en realidad, no supo lo que hacía en aquel dramático instante y tampoco pensó en las consecuencias que tal comportamiento le ocasionaría. Había actuado de tal manera por un simple reflejo de autodefensa pensando que la vida se estaba ensañando con él a través de aquellos frailes de hábitos blancos. La decisión tomada por el prior fue fulminante: sería expulsado del convento. Aprovechando el paso de la diligencia que se dirigía a Oviedo, se encomendó al cochero que dejase al muchacho en el convento de Santo Domingo junto con una carta dirigida al prior en la que iban las instrucciones para que obrara en consecuencia. Angel, estaba arrepentido por lo sucedido y, al mismo tiempo,  apesadumbrado porque ya no había vuelta atrás.. En Oviedo permaneció unos días hasta que , aprovechando otro carruaje que iba hasta el concejo de Lena, se apeó en Santullano. Desde aquí, con su pequeña maleta en la que llevaba todo su equipaje, puso rumbo a Turón siendo recibido por sus familiares con alegría pero, a la vez, con no poca sorpresa.

 El fallecimiento de su madre, María Fernández-Prieto había sido la causa de su deplorable situación anímica y de su bajo rendimiento en el estudio

                              No transcurrió mucho tiempo de este suceso, cuando un día llegó a la casa de Enverniego una misiva del monasterio de  Corias.  En aquella carta,  se instaba a Ángel Martín a que regresara para concluir los estudios de Teología, pues se había olvidado todo lo ocurrido, le habían perdonado su conducta al tiempo que, de alguna manera, toda la representación religiosa del monasterio se excusaba de lo que había acontecido. Por, entonces, ya había llegado a su conocimiento  que el lamentable estado de ánimo en que se encontraba el estudiante últimamente tenía una explicación y, de alguna manera una justificación porque  se debía a la irreparable pérdida de su querida madre fallecida, en Enverniego, en 1871, cuya noticia le había llegado por correo y cuyo contenido se había guardado para sí, no así su estado de turbación, claramente visible a los ojos de los demás; únicamente, a su compañero de habitación le había confesado la terrible noticia bajo la promesa de mantenerla en secreto. La comunidad de dominicos, en el momento que tuvo conocimiento de  todo rectificó, pero el indulto llegaba algo tarde: después de algún tiempo en contacto con la vida civil, sus planes para el porvenir habían cambiado radicalmente.

 Ante el peligro de la guerra carlista, compró la exención del Servicio Militar con la venta de una de sus fincas. En el año 1876, ejercería como maestro en la parroquia de Loredo

                                          Corría el año 1872 cuando se llevó a cabo la partición de la herencia que suponía, a efectos oficiales, un capital imponible de 2.976 reales. Esta cantidad señalaba su relevancia para la época y no hacía más que corroborar que los González de Enverniego siempre habían gozado de un nada despreciable patrimonio que, al menos, se remontaba al siglo XVI, manteniéndose porque el primogénito adquiriría por derecho la mayor parte.  Eso ocurría en los tiempos del Antiguo Régimen, pero, ahora, en pleno sistema liberal, los tiempos habían cambiado y al hacer el reparto con cierta equidad  entre los tres hermanos, tan importante hacienda sufría así una importante merma.

                                    Otras preocupaciones rondaban por su cabeza en esa época. Pronto se le iba a plantear el deber inexcusable de servir a la patria, pero no entraba en sus planes el  ausentarse de la región ante el peligro de la tercera guerra carlista que dividía a los españoles. Mayor riesgo entrañaba el cumplir el servicio militar en ese tiempo pues el destino más probable era Cuba o Filipinas, lugares alejados de la metrópoli, donde las enfermedades tropicales o los mismos nativos, empeñados en sus guerras independentistas, hacía verdaderos estragos en las filas del ejército de Su Majestad. Para evitar esta contingencia, no dudó en comprar su exención por el importe de una de sus fincas, librándose así de una muerte casi segura. Desde entonces, comenzó a reorganizar su vida y  durante algún tiempo impartió clases de Latín. No obstante, trató de buscar un empleo de le diera mayor seguridad que aquellas clases particulares y el uno de mayo de 1876 solicitó en el Ayuntamiento la plaza de maestro para la escuela de Loredo. Empero, poco tardó  en comprobar que aquello tampoco era un buen negocio, pues al raquítico sueldo había que añadir el inconveniente de los gastos de hospedaje. Era, como dice el proverbio, «lo comido por lo servido». Tenía que pensar en algo más provechoso.

Manuel Fernández Olivar, su cuñado, era oriundo de la parroquia de Santa Cruz. Procedía de una familia de mediana posición económica y fue, a falta de su padre, su principal asesor

                                            Por su mente bullían muchas ideas en aquellos años. Fue el instante en que decidió dar un nuevo y definitivo giro a su vida. Muy resolutivo,  regresó a Enverniego, a la casa familiar, donde crecían sus sobrinos, Benito, Salomé y Víctor  ( ver “Turón, hora cero” págs 217-220), hijos de su hermana Josefa y de Manuel Fernández Olivar. Este cuñado suyo, era un hombre culto y despierto que, curiosamente, le había ganado al empresario minero Inocencio Figaredo una especie de «elecciones primarias» para la Alcaldía de Mieres en 1887. Dos años antes ya había sido concejal e, incluso, en  1891, ejercería  como Teniente de Alcalde del Ayuntamiento. Olivar, dada la experiencia atesorada por su dedicación a la función pública, no cesaba de asesorarle en todo para que orientara su vida de la mejor forma posible.

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La casa antigua ( de color amarillo) de los González de Enverniego.

                                          En 1861  la casa de los González de Enverniego había atravesado una etapa difícil: la dueña de la herencia, la viuda María Fernández-Prieto  vivía sola con sus hijos pequeños. Se echaba en falta la presencia de un varón que dirigiera los destinos de aquel importante patrimonio agrario. Fue el momento en que a Josefa, recién cumplidos los dieciséis años, se le buscó un marido: Manuel Fernández Olivar. Aquel  año fue, precisamente,  cuando se había decidido enviar a Ángel con solo seis años de edad, al monasterio de Corias.  

                                                   Manuel Fernández Olivar,oriundo de Santa Cruz y procedente de una familia de mediana posición económica era, cuando aterrizó en Enverniego,  un joven de veinticinco años. Persona instruida para la época, ocuparía diversos cargos en el Ayuntamiento durante los últimos años del siglo XIX, como hemos visto. Sería, además, a partir de su casamiento, el encargado de regir los destinos de la casa de Enverniego durante los treinta años siguientes. 

                                                  A partir del regreso de Ángel a Enverniego, Olivar   mostró un gran aprecio hacia aquel porque, en primer lugar, formaba parte del clan familiar.  Además, por su orfandad prematura,   que le impidió tener una infancia normal, siempre sintió por aquel muchacho un no disimulado afecto. Se daba cuenta de que aquellos años se consumieron en el convento donde abundó la dura disciplina y faltó el calor del hogar paterno. Por otra parte, admiraba el nivel cultural que Ángel había adquirido en Corias. Acopio de  conocimientos  que siempre  era muy necesario- no se cansaba de repetirle- para hacerle frente  a todos los problemas que se le iban presentar en la vida. Pero, sobremanera, le cautivaban sus buenos principios, su carácter serio, su porte tranquilo y su buena disposición para todo lo que se le encomendara. 

                                               Por eso, Olivar trató siempre  a  aquel chico con un cariño especial. Por el hecho de haber perdido a su padre casi al nacer, en esta nueva etapa lo trató como si fuera su hijo. En la década de los años ochenta, Ángel se encaminaba hacia los treinta años, estaba plenamente formado para en cualquier momento, tomar las riendas de la hacienda familiar que en esa época ambos compartían. Pero lo mejor estaba por llegar: Olivar  nunca pudo sospechar que, Ángel, que era su cuñado , sin  pasar mucho tiempo,  habría de  convertirse en su yerno.

Como las clases de Magisterio no suponían un buen negocio, abrió un comercio, que también era taberna, en Enverniego. Es decir, lo que se conoció más tarde como chigre-tienda

                                                    Abandonadas las mal retribuidas clases de Magisterio, comenzó a preocuparse y ocuparse de la extensa herencia de la familia. Pero, en 1890, con la llegada  al Valle de «Hulleras de Turón» esta empresa minera comenzó a extraer carbón desde esa fecha por diversos  puntos y uno fue el pueblo de  Enverniego . Era el segundo nivel del que se conoció como «Grupo San Pedro» y esa bocamina estaba ubicada en el emplazamiento actual de la fuente de aquel caserío. La actividad industrial en  el pueblo, a partir de entonces, comenzó a ser frenética con el consiguiente movimiento de un cierto colectivo de obreros que empezó a pulular por la zona. Ángel, pronto vio que allí había  negocio a la vista, pero para abrir un negocio se necesita dinero. Pero en casa de Ángel  lo había. La casa de Ángel y de Manuel Fernández Olivar, que era la misma y, desde 1886, con más motivos,  como muy pronto veremos.

                                           Olivar ejercía desde 1891 como Teniente de Alcalde del Ayuntamiento y falleció, víctima de enfermedad cuatro años más tarde pero, en 1893, ambos en conjunto ya decidieron realizar una  importante inversión económica para ese tiempo al abrir una tienda mixta en el pueblo dotada de toda clase artículos pero, especialmente, de los destinados a la alimentación. Se llamaba así porque hacía, a la vez de «chigre» y de comercio. Los obreros se aprovisionaban allí del vino para consumir durante la jornada y sus familias, que vivían en los alrededores, de los alimentos  necesarios para su subsistencia durante todo el mes. A los clientes asiduos, Ángel les asignaba una libreta en la que se anotaban todas las compras efectuadas mensualmente. Luego, llegado el «día de paga» que la  empresa minera estableció para el día diez de cada mes (yo he visto alguna de esas libretas que, en su momento, me enseñó un familiar común), las madres o esposas de aquellos mineros, según el caso, pasaban por la tienda para enjugar la deuda contraída. En consecuencia, el desembolso realizado en este negocio  resultó más que rentable.

En 1886 contrajo matrimonio con su sobrina y ahijada Salomé a la que aventajaba en 13 años

                                              Para dar una explicación de un curioso acontecimiento que sucedió en el seno de esta familia, vamos a situarnos unos años atrás. Concretamente en 1882. Habían transcurrido diez años desde la vuelta de Ángel del monasterio y coincide con el fallecimiento de su hermana Josefa a causa del parto en que nació su última hija (María). Entonces,  pensó en dar un  paso transcendental en su vida que, probablemente, llevaba meditando profundamente desde tiempo atrás. En realidad, era similar al que había dado su primo Bernardo González, más conocido por » Lalo Castañir» ( de la misma familia de los González de Enverniego) que había desposado a su hermana Bernarda para recrecer  la hacienda propia. No me cabe la menor duda que le sirvió de inspiración la decisión que había tomado su primo. Si él hacía lo mismo, su patrimonio que era mediano volvería  a ser grande como en tiempo de sus antepasados. Se acordaba muy a menudo cuando en 1868 con trece años, estando en Corias y aprovechando unas vacaciones, había regresado a Enveniego para apadrinar a su sobrina Salomé. Pues sí, era Salomé en la que había puesto sus ojos para sacar adelante aquel proyecto que tenía metido en la cabeza. Esperó a que alcanzara los dieciocho años y el día 26 de junio de 1886, habiendo cumplido por su parte los treinta y uno, se celebraron los esponsales. Para librar ese escollo de la familiaridad fue necesario elevar  una solicitud al Obispado para obtener la correspondiente dispensa eclesiástica por parentesco de » segundo grado de consanguinidad de los contrayentes», que al final fue concedida por disposición de la Santa Sede, una vez cumplimentadas las correspondientes obligaciones crematísticas.

                                                 Hay que señalar  que este tipo de uniones entre parientes se  venía realizando de tiempo atrás para evitar la disolución de haciendas en una  época en la que estaban en vigor las nuevas leyes del sistema liberal (en los tiempos del Antiguo Régimen se evitaba con la ley del mayorazgo por la que el primogénito de la familia heredaba la mayor parte de la herencia). Consecuencia de la diferencia de edad entre Ángel  y Salomé y teniendo en cuenta las costumbres de la época, no es de extrañar que  ella  tratara siempre de usted a su esposo. Actitud totalmente cierta porque nuestro padre, «Manolo el sastre» (que era uno de sus numerosos nietos) los conoció durante años y fue testigo de ello. Hoy nos parece raro pero- repito- aquella era otra época. A la inversa y si ellos levantaran la cabeza, también  les parecerían extraños otros comportamientos de la gente actual que ahora se consideran como normales.

        Este matrimonio de Ángel con  Salomé produce de la noche a la mañana unos cambios muy curiosos: Ángel que era cuñado de Olivar adquiere la categoría de yerno desde ese momento; por otra parte, sus sobrinos Benito, Víctor y María, se convertirán en adelante en sus cuñados. No cabe duda de que hay un cierto  «rejuvenecimiento» por parte de Ángel al dar ese paso de cuñado a yerno. Lo que parece estar en consonancia con aquella creencia popular de que cuando un maduro se casaba con una jovencita parecía como si se quitara años de encima. Fuera o no cierta esa afirmación y humor aparte, podemos asegurar que el matrimonio de Ángel con su sobrina Salomé, se cumplieron todas las expectativas. En suma, resultó un acierto porque no tenemos constancia de que fueran infelices en ningún momento.

Su patrimonio agrario era de unas cuarenta hectáreas, equivalente a la superficie de unos cuarenta campos de fútbol

                                        Con este enlace Ángel Martín González , unía al suyo una parte del patrimonio de su hermana mayor que, aunque a título póstumo, se había convertido en su suegra; además, se aseguraba  unas fincas en Grameo  y La Braña que Salomé había heredado de su padre. Sus posesiones comenzaban en Enverniego donde era dueño de la mayor parte de la vega y proseguían por Villafría y el molín de La Lloca, el prado de Pervaca (inicio de la carretera a Polio), el lugar que ocupan las instalaciones del Pozo Santa Bárbara, llegando hasta el enclave del Pozo Espinos cuyo solar, el prado llamado «El Reundu», era de su propiedad. Esta enorme finca era conocida en la antigüedad como «el prado de La Rabaldana» y existen datos en el archivo eclesiástico de que ya pertenecía a un antepasado suyo (Diego González), nacido en las postrimerías del reinado de Felipe II (Ver «Informaciones del Turón antiguo» pág. 147) También pertenecían a Ángel los castañedos que iban desde La Canga de Enverniego hasta La Rabaldana (El Roche, etc), amén de numerosos prados en los alrededores del pueblo y demás  fincas y otras matas de castaños en el entorno de Ricueva. Todo ello sumaba en conjunto una superficie equivalente a la de unos cuarenta campos de fútbol. Con ese enlace, su patrimonio se asemejaba al que había pertenecido a sus padres cincuenta años atrás. Desde ese momento, el vecindario, por aquello del gran capital que atesoraba, empezará a  conocerle con el apodo de  “Angelón de Enverniego», pues estas eran, también, costumbres que venían de la antigüedad.

                                    Para administrar aquella hacienda se precisaba inteligencia, sentido organizativo y mucho trabajo en el que integró a sus  parientes  más cercanos y a sus propios hijos cuando tuvieron edad para ello. Pero Ángel Martín, en cada ciclo de la naturaleza, con el fin de tomarse la vida con nuevos bríos, para cargarse las pilas como se dice ahora, llegado el mes de agosto, momento en que las tareas del campo sufrían un “impasse”, se tomaba por su cuenta unas vacaciones. Marchaba solo y solía «aterrizar» en Santander o San Sebastián, que eran los lugares veraniegos por excelencia en aquellos tiempos en que, únicamente, las disfrutaban unos pocos. Son los años de una centuria que se agota, de un imperio español que se desvanece y de un nuevo siglo recién estrenado que coinciden con la formación de su numerosa descendencia: Juan José (1892), Belarmino, Bernardino, Carlos, Ángela (nacida en 1897 que fue mi abuela paterna) , Otilia y Matías.

Dada la extensión de aquella hacienda, la Dirección de Hulleras de Turón tuvo que negociar muchas veces con Ángel, para la cesión, permuta o compra de algunos de sus terrenos que aquella empresa necesitaba para su explotación                                     

 

                                                “Hulleras de Turón”, recién establecida en el Valle (1890), necesitó ya desde sus primeros tiempos ampliar su concesión con terrenos complementarios para el completo desarrollo de sus actividades mineras (apertura de trincheras y de planos inclinados, depósito de estériles…) y se encontró, a menudo, frente a sus propiedades. A tal efecto, fueron muchas las ocasiones en que Ángel Martín González tuvo que entrevistarse con los directores de “La Empresa” (Pedro Garcín, Fontanals, Merello)   para negociar ventas o canjes que afectaban a sus fincas.

Prototipo del «cristiano viejo», fue coherente con sus ideas hasta el final. Prueba de ello es el  comportamiento  que  tuvo durante los años difíciles para él que coincidieron con la implantación de la II República 

 

                                                              Ángel Martín González poesía una sólida base cultural cimentada y labrada en Corias. Pero nunca se conformó con aquella, que tenía  un carácter  religioso casi exclusivo, aunque siempre formó parte del eje fundamental de su conducta. Se interesó, además, por otras ramas del saber. Por eso, nunca olvidó su costumbre  de adquirir libros, aprovechando los frecuentes viajes que, a lo largo de su vida, realizó a  Mieres del Camino y a Oviedo. Así llegó a reunir una importante biblioteca para la época, estimada en unos ochocientos  ejemplares que, a su fallecimiento, se repartirían entre sus siete hijos. Recordaba nuestro  padre que, siendo un niño ya visitaba aquella biblioteca esporádicamente, en la que todos los libros estaban cuidadosamente encuadernados. En especial,  se acordaba de aquel que trataba sobre automóviles. Estaba adornado con numerosas fotografías en color en las que se mostraban todos lo modelos que había en el mercado en aquellos años veinte del siglo pasado. Lujosamente encuadernado y de gran formato, aquel volumen era una joya para su tiempo.

                                                      En cuanto a los rasgos generales de su personalidad podemos decir que Ángel Martín estaba dotado de un extraordinario carácter: afectuoso en el trato, responsable de sus actos y coherente con sus ideas. Una prueba de su buen talante la tenemos en la siguiente anécdota que nos contó José Antonio  de la Casarriba cuyo bisabuelo suyo (Teodoro Rodríguez) había sido vecino coetáneo de Ángel Martín: durante la pasada guerra, acuciados por la necesidad y amparados en la oscuridad de la noche, ciertos mozalbetes de pueblos próximos como El Lago subían a la vega de Enverniego para desenterrar unas patatas que luego escondían entre sus vestiduras. Un día se encontraron en plena faena con “Angelón” y el susto que llevaron fue de campeonato. Les respetó la mercancía porque sabía de la terrible hambruna que asolaba el país y de la que eran víctima muchas  familias, pero no se libraron de una buena reprimenda. Aunque lo hacía siempre con aquella mesura que le caracterizaba, ahora más acentuada por la vejez:

                                           -Anda, podéis llevarlas por hoy.

                                            No obstante, con el objeto de que no tomaran confianza, les advirtió con aquella serenidad  tan suya:

-Pero no vengáis siempre a la mi tierra… ¡Rediez¡ La próxima vez id a la de otros….

                                Ángel Martín González fue un hombre de profundas convicciones religiosas al que la convivencia con los dominicos, durante una década, le dejaron una huella indeleble; además, tenía a orgullo el decir que “pertenecía a la séptima generación del capellán de Enverniego”. Efectivamente, se trataba de un clérigo, D. Sebastián González, pariente de sus antepasados, que había fundado en 1675 una capellanía sobre el altar de la ermita de la Soledad, que era la capilla que había en el pueblo desde tiempo inmemorial (ver “Informaciones…” pág. 190).

                                         

Angel Martin

1936. Ángel Martín en sus últimos años.

                                          Durante muchos años, su silueta de mediana estatura y rostro enjuto, embutida en un traje oscuro, camisa blanca abrochada hasta el cuello, chaleco y sombrero negro, se hizo habitual en el campo de la iglesia de San Martín en La Felguera, durante los días festivos. Llegó a la edad senil y siguió siendo el mismo. Le sorprendieron aires nuevos que eran los que se respiraban en tiempos de II República, pero él siempre continuó con su coherencia habitual. Llegó un momento en que la asistencia a misa suponía poco menos que una epopeya dada la creciente ola de laicismo fomentada por la presión de determinados políticos. Sin embargo, Ángel, siguió cumpliendo con su compromiso tradicional como si nada ocurriese a su alrededor. Porque los insultos que, a veces, tuvo que soportar (“carca”, ”curín”) de algunos desaprensivos nunca le  amedrentaron  como tampoco lo había logrado el fraile en el convento setenta años atrás.

                                        Abandonó este mundo un día de 1941 ( “el añu la fame” ) como si quisiera huir del terrible caos que algunos españoles se habían empeñado en sembrar sobre el suelo patrio. Una de sus últimas disposiciones testamentarias señalaba que debía de ser amortajado con el hábito de la Orden de Predicadores, el mismo con el que se había arropado en su primera juventud en Corias.

                                      Ángel Martín lo había guardado celosamente en un arca  durante toda su vida para el viaje sin retorno hacia el más allá.