Tomás de Solís nació en Santibanes de Murias en el conocido barrio de “El Conforco”
En lo relativo a los orígenes de don Lorenzo de Solís corrieron durante largo tiempo toda clase de rumores. Fundamentalmente en el concejo de Aller de donde era oriundo. Pero muchos de ellos no se ajustaban a la realidad, si bien el más importante, como fundador de la Colegiata de Murias, era conocido por todos y de ese no cabe duda de su veracidad. Nos queremos referir a algunos aspectos relacionados con su infancia. El más extendido era aquel que le consideraba de origen humilde, nacido en Santibanes de Murias dentro de una familia campesina, ocupándose en su niñez de pastorear un rebaño comunal. Ante una situación adversa, por falta de celo en el desempeño de sus funciones, habría huido a tierras de Castilla para evitar las represalias de un padre excesivamente severo. En cambio, la realidad fue muy distinta. Don Lorenzo nació en Oviedo y si huyó a León siendo un adolescente, fue por otros problemas y no porque los lobos le hubieran despedazado ninguna oveja, pues nunca apacentó rebaños. Quien había nacido en Santibanes era su padre y este sí que protagonizó una escapada siendo un muchacho, pero fue desde Oviedo donde era aprendiz de escultor, hasta su casa materna del barrio del Conforco, por desavenencias con su maestro. De todos estos datos resulta que hubo una tergiversación de la biografía de don Lorenzo, no se sabe bien si con alguna intención interesada o si fueron las propias gentes las que deformaron estos hechos con el propio paso del tiempo.
Para confirmar estos acontecimientos fue necesario, en primer lugar, que el Dr. Tolívar Faes, en los años sesenta del siglo pasado, descubriera su cláusula de nacimiento en el archivo parroquial de la ovetense iglesia de San Isidoro. Posteriormente, nuestra propia investigación, nos permitió rastrear las huellas de Tomás de Solís, padre del futuro mariscal. Como resultado de ambas, quedan desmontadas, definitivamente, las fantasías que circularon por Aller durante bastantes años. Don Lorenzo, si bien su ascendencia paterna era allerana, había visto la primera luz en Oviedo, en el seno de una familia de mediana posición económica para aquellos tiempos de finales del siglo XVII. Este estudio (El escultor de Santibanes) lo hemos publicado en el Real Instituto de Estudios Asturianos (RIDEA) y, a continuación, haremos una síntesis del mismo.
Nació Tomás hacia 1646 en Santibanes de Murias dentro de una familia de hidalgos que en la antigüedad procedían de la casa solar de los Solises de Casomera. Era el sexto hijo de un total de siete hermanos. A muy tierna edad quedó huérfano de padre (Andrés), siendo nombrada su madre, Antonia González, curadora de su persona y bienes. Su infancia transcurrió ocupándose de las tareas del campo como podía ser la conducción del ganado de sus mayores, según la época del año lo señalara, por aquellos vericuetos que conducen a La Serrona, Coto Bello o al puerto del Rasón y sus alrededores.

Siendo un muchacho pasó a Oviedo para aprender el arte de escultoría, siendo sus maestros los alleranos Domingo Fernández y Diego Lobo
Pero aquel jovencito estaba destinado a empresas mayores que las propias de aquella vida pastoril marcada por la rutina diaria de la aldea. Este hecho hay que relacionarlo con la apertura en la capital del Principado, hacía algunos años, de una escuela de talla en madera por parte del escultor gijonés Luis Fernández de la Vega con el que aprendieron aquel arte varios alleranos como Pedro González y Diego Lobo. Otro de este grupo era Domingo Fernández, natural de Murias y, en unas de las visitas esporádicas que solía hacer al pueblo, logró convencer a Antonia para que su hijo, que venía de cumplir diecisiete años, se fuera con él para Oviedo con el fin de iniciarse en aquel oficio.
Ya instalado en Oviedo, durante la primera temporada las cosas marcharon bien y Tomás comenzó a servir al escultor un poco como aprendiz y un poco como criado por lo que recibiría un reducido salario, según se estipulaba en el contrato. Pero, transcurrido año y medio, las relaciones entre ambos se habían deteriorado bastante porque Domingo estaba ejerciendo más como amo que como maestro: muchas veces, lo cargaba excesivamente con trabajos ajenos a la profesión y descuidaba en demasía las lecciones básicas en el arte de la escultura; además, la alimentación era de pésima calidad, bastante peor que la que siempre había disfrutado en su propia casa. Tal es así que un día, con diecinueve años cumplidos, no aguantó más aquella situación. Decidió abandonar a su instructor y en un viaje accidentado regresó a la casa materna.
En 1672 contrajo matrimonio con Antonia Rodríguez, nacida en el seno de una rica familia que vivía en la calle Santa Clara
Después de pasar unos meses en el pueblo, el maestro escultor Diego Lobo, natural de Polavieja, se comprometió a enseñarle el oficio en un tiempo de cuatro años, durante los cuales trabajaría en su taller de la ovetense calle de San Pelayo (hoy día se llama calle del Águila y está al lado del monasterio de San Pelayo y de la Catedral). Tomás trabajó duro en este tiempo lo que le convertiría muy pronto en uno de los tallistas más representativos de la escultura barroca en el Principado. Por esa época, la dedicación de escultor estaba bien considerada y excelentemente remunerada lo que permitía el entronque con ricas familias. Tomás no fue una excepción en este sentido y en 1672 contrajo matrimonio con Antonia, única hija de Bartolomé Rodríguez y de Catalina Villamar. La ceremonia tuvo lugar en la iglesia de San Juan el Real. Antonia, en calidad de dote aportó 500 ducados en dinero y alhajas para sustentar las cargas del matrimonio y, por su parte, Tomás aportó 3.000 reales en bienes raíces que en ese momento tenía en forma de enseres en Santibanes. La joven pareja pasó a vivir a la calle Santa Clara, junto a sus suegros, y allí fueron naciendo sus primeros hijos (Manuel Antonio, José, Agustín, Josefa y Teresa).
En 1678 realizó una de sus obras más importantes: el retablo para la iglesia del convento de San Pelayo
Durante esos años setenta, va consolidando su posición económica pues los contratos de trabajo se van sucediendo sin solución de continuidad. También realiza frecuentes viajes a Santibanes, unas veces para formalizar diversos negocios; otras, para alojar a sus hijos donde permanecerán los meses de verano. Llegado 1678, este va a ser un año crucial en su vida profesional pues formará parte de un proyecto extraordinario dentro de la arquitectura religiosa ovetense del momento: la construcción del retablo del altar mayor y capilla del monasterio San Pelayo. Este trabajo supone su consagración como artista, superando de forma definitiva a su maestro Diego Lobo, pues las monjas pelayas le contratan como colaborador del arquitecto burgalés Margotedo. La obra, que debía de concluirse en dos años, quedó presupuestada en 4.000 ducados.
Esta experiencia con Margotedo fue fructífera en grado sumo pues le permitió alcanzar el perfecto dominio de los secretos del nuevo estilo escultórico, colocándose a un nivel superior a los discípulos de Fernández de la Vega que trabajaban en Oviedo y en otros lugares del Principado. A partir de entonces, su situación económica experimenta un vuelco espectacular que queda reflejada en las diversas inversiones que realiza, plasmadas en multitud de documentos notariales suscritos, tanto en Santibanes como en Oviedo: otorgamiento de censos, aparcería, compraventa, etc.

En 1680 llevó a cabo otra obra importante: el retablo para el altar mayor de la capilla del monasterio de los franciscanos
Como consecuencia del eco con que resonó su protagonismo en la citada obra, pocos meses después de su conclusión-en julio de 1680- recibe del marqués de Camposagrado, don Gutierre Bernaldo de Quirós, el encargo de realizar un retablo para el altar mayor de la capilla del convento de los franciscanos (situado donde actualmente se halla ubicado el parlamento asturiano). El coste de la obra ascendió a 10.000 reales y fue ejecutada en 10 meses como se contemplaba en el contrato. Pero, a finales de 1682, recibe una mala noticia: el fallecimiento de su madre. Con tal motivo se encaminaría, una vez más, hasta el concejo de Aller para testimoniarle su último adiós. En 1684, nace su hija María Antonia que es apadrinada por el licenciado don Juan López, a la sazón, rector del colegio “San Gregorio” y, al año siguiente, ocurre otro hecho luctuoso: la muerte de su suegro que, entre otras disposiciones testamentarias, deja la obligación de decir 300 misas rezadas y 20 cantadas en la capilla del Rey Casto de la Catedral. En ese momento, Tomás recibe de parte de su mujer 400 ducados en principales correspondientes a diversos censos que el difunto tenía a su favor. En junio de 1686 fallece en Madrid un hermano de su suegro y como consecuencia recibe un legado de 200 ducados para cada una de sus hijas pequeñas (María Francisca y Teresa).


En 1686, Tomás compra una casa en la calle del Rosal donde nacería Lorenzo siete años más tarde: el célebre Mariscal Solís
Finalizando aquel año, compra una casa en la calle del Rosal a don Jacinto de Andrade, párroco de San Pelayo en el concejo de Olloniego, que constaba de la planta baja donde instalaría el taller y la planta segunda con su desván. También compró la mitad de la huerta de la parte posterior de la casa que lindaba con la cerca del monasterio de los franciscanos. Esta adquisición le permitió alojar a su familia que había crecido bastante, de forma más desahogada. En el primer piso vivía Nicolás del Rosal, pintor y dorador al que ya conocía de tiempo atrás. La transacción se hizo por la cantidad de 400 ducados de los que 2.400 reales fueron pagados en doblones de oro, reales de a ocho y de cuatro de plata.
A medida que pasaban los años y se acercaba el final de siglo, fueron naciendo otros hijos (por contra, tuvieron que lamentar algunos fallecimientos), la construcción de nuevos retablos en diversas capillas siempre estaba en su agenda. Pero, al mismo tiempo, no descuidaba sus negocios que iban en aumento. Así llegamos a 1693, cuando viene al mundo Lorenzo que, a la postre, sería el más célebre de su descendencia (el mariscal Solís).
En 1702, aparte de Lorenzo, vivían en el hogar paterno los hijos: Agustín (presbítero), Manuel, Tomás y Teresa, todos solteros. Todavía ese año, recibió el encargo del cura de Murias de realizar una efigie de San Juan Bautista para la iglesia de Santibanes. Este sería su último trabajo pues fallecería el doce de agosto de ese año. Ordenó en su testamento ser enterrado en el monasterio de San Francisco, a la vez que confiaba a su mujer uno de sus anhelos primordiales, cuál era el facilitar estudios superiores a sus hijos: “…dexo y nombro por tutora, factora y curadora de sus personas y bienes a la dicha Antonia Rodríguez, mi mujer, madre de los susodichos de quien tengo entera satisfacción para que les dé educación, enseñanza y alimentación, así de los capitales míos y gananciales…”
Un estudio somero de los bienes legados a sus herederos nos confirma la posición privilegiada que ocupaba en la sociedad ovetense del recién estrenado siglo XVIII. Nos queda señalar, por último, que Tomás de Solís fue un artista que dejó huella. Lástima que una parte de ella se haya perdido por los desmanes producidos en la pasada guerra civil de 1936. Solamente, por su participación en la construcción de los retablos de los monasterios de San Pelayo y San Francisco, reúne méritos sobrados para ocupar un lugar de privilegio entre las figuras ilustres del concejo de Aller.
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