EL HOMBRE QUE REVOLUCIONÓ A TURÓN

 

                                           Superado el 5º curso  en el InstitutoBernaldo de Quirós “ y con todo el verano libre por delante, un compañero de estudios, Celestino Rodríguez que vivía en el mierense barrio de San Pedro (años después ejercería como médico en el hospital gijonés de Cabueñes) y el que suscribe, decidimos embarcarnos en nuevas experiencias  como la participación en la vendimia, allá por la  Borgoña que era el destino  de muchos estudiantes en aquella época de mediados de los años sesenta. Pero esta aventura nos falló por estar completo el cupo cuando presentamos la solicitud y, entonces, sin más dilación nos enrolamos en la construcción de una nave en el barrio de La Peña donde yo ganaba poco más que para sufragar el viaje desde Turón en la línea de autobuses municipales. Tomamos tal decisión porque teníamos gran interés en conocer aspectos del mundo del trabajo que ya suponíamos muy diferente del estudiantil en el que estábamos inmersos casi todo el año.

El trabajo temporal en la empresa constructora «Enrique Justa» de Mieres del Camino, en el verano de 1964, junto con otro compañero de estudios, fue una  experiencia muy provechosa.

                                          Transcurrieron las primeras semanas concentrados en aquellas novedosas labores para nosotros, que suponían unas jornadas agotadoras, casi de sol a sol, con  sesenta minutos  para comida y reposo, únicamente (de las trece a las catorce horas). Nuestra misión fundamental consistía en suministrarle, al albañil de turno, el material destinado al levantamiento de las paredes del edificio que la empresa estaba allí construyendo. El caso es que este hombre no se surtía de ladrillos  sino de  unos bloques que había que poner a sus pies en un andamio que ascendía cada vez más (al ir creciendo la altura del muro). Para que a aquel profesional no le faltara nunca material, una vez situados al pie del andamio, era necesario ejecutar un ejercicio combinado de flexión y resistencia de brazos, muy similar al que realizan los levantadores de pesos pero, al mismo tiempo,  muy diferente porque aquello para nosotros no representaba una sesión de entrenamiento ni nada que se le pareciese. Hay que tener en cuenta que, además, de ser  débil de constitución, yo nunca había realizado ningún  trabajo físico de aquel tipo. Por otra parte, aunque los bloques “solo” pesaban unos 35 kilogramos cada uno, aquello suponía una carga bastante mayor que los libros que, a lo largo de todo el curso transportaba diariamente al Instituto. Para más inri, el condenado del oficial tenía concertado “a tarea” su trabajo,  mientras que nosotros cobrábamos  “a jornal”, lo que equivale a  decir, que solo teníamos derecho al salario mínimo. Yo me daba cuenta  perfectamente de la injusticia que aquello suponía pero era una época en la que no se podía rechistar porque, además, por no haber no había ni un sindicato decente  que te apoyara.  De todos modos,  nosotros íbamos a  pasar una prueba voluntariamente que nos mostraba  la dureza del trabajo material y la explotación del hombre por el hombre, extrayendo de aquel ensayo una importante enseñanza, cual era  la necesidad de obtener aprovechamiento del estudio durante el curso académico en un momento de la vida- en plena juventud- en que la capacidad intelectual del individuo está a pleno rendimiento. Mas, durante algún tiempo, resonaron en mis oídos  los gritos del encargado que, con voz destemplada, nos recordaba el ritmo a seguir: “¡Estudiantes, más aprisa que Pichi no tiene pasta! Para conocimiento del lector decir que Pichi era el albañil,  y la pasta era la masa de cemento y arena mezclada con el líquido elemento que preparábamos en la hormigonera. Nos queda el vociferador que se llamaba Gervasio. Pichi era una como máquina de última generación y perfectamente engrasada que hacía desaparecer los bloques del andamio como por encanto. Pasaban del andamio a la pared en bastante  menos tiempo que «de las musas al teatro» parafraseando a Lope de Vega. Parece como si aquel hombre los engullera  nada más ponerlos a su alcance. Me recordaba lo que hizo Polifemo  con algunos compañeros de Ulises cuando de regreso a casa, concluida la guerra de Troya, desembarcaron en la isla de los Cíclopes en busca de alimentos. Por su parte, Gervasio, no era un ogro como aquel gigante  pero si un diablillo, que no nos dejaba respirar ¡Madre mía, vaya dúo¡. ¡Que Dios los haya acogido en su seno!

La falta total de costumbre ante un trabajo incesante durante las primeras semanas  me hizo enfermar y  así fue como conocí al Dr. Rodríguez-Hevia.

                                        Ante semejante  panorama, me puse enfermo y nunca supe muy bien si fue debido al ritmo endemoniado de trabajo, inusual para mí, o, quizás, a la insolación sufrida  en aquel mes de julio en el que el sol lució con auténtica furia ¡Aquellos sí que eran veranos y no los de ahora! Yo pienso que la combinación de ambas circunstancias produjeron la correspondiente sinergia para que un día de principios de agosto me sintiera indispuesto. Tuve  que solicitar la baja laboral por unos días y cuando vino el médico a verme yo estaba acostado. Me recetó unos comprimidos y me aseguró una pronta recuperación. Recuerdo que se interesó por mis estudios y fue mi padre quién le informó que  yo hacía el Bachillerato “por Ciencias” con la intención de ingresar, a continuación, en la Universidad de Oviedo. Al tratar de pagarle la visita, aquel se cerró en banda totalmente: “No es nada. Cuando acabe la carrera-le dijo a mi padre- que me invite a una botella de champán”. Ese fue mi primer contacto con el Dr. Rodríguez-Hevia. 

 

Foto Dr. Rod-Hevia
Dr. Rodríguez-Hevia

               Por cierto, que en julio del año siguiente, mi amigo mierense, volvió a hablarme sobre el empleo  en el trabajo durante el periodo vacacional.  En esa ocasión el contrato había que formalizarlo con la empresa de construcción que realizaba  las obras de la nueva carretera a León en el tramo Oviedo- Santullano.  Celestino estaba dispuesto a embarcarse en la nueva aventura para «sacar unas pesetillas» que siempre venían bien para gastos propios pues, nuestros padres no se prodigaban mucho en ese sentido. Me rogó encarecidamente que le acompañara en la nueva «aventura estival». «Noooooo, no cuentes conmigo le contesté a mi amigo con la rapidez del rayoPero para muestra un botón«. Pero, todavía, hizo un nuevo intento para convencerme: « Lito, no te acuerdas del verano anterior me decía que, al tiempo que preparábamos la pasta para los oficiales, ¡qué bien lo pasábamos tarareando canciones de Los Brincos…!». «Ya, ya -le repliqué– pero mientras tú echabas el material a la hormigonera, yo tenía que traer  sobre mis espaldas  unos sacos  que llevaban por leyenda Cemento Portland Tudela de Veguín».

 

  1.                                  Lo recuerdo perfectamente porque aquellos "paquetes" pesaban cincuenta kilogramos que no era "moco de pavo", sobremanera para mí que, por entonces,  era flacucho y de poca consistencia. La realidad es que ese año, yo ya tenía otros proyectos en la cabeza para el futuro y eso fue lo que le comuniqué a mi amigo de la villa de Teodoro Cuesta: de forma inmediata, tomarme un descanso en esas vacaciones y, en los períodos estivales siguientes, impartir clases de Matemáticas, entretenimiento  que iba mucho más acorde con las disciplinas que estaba estudiando y las que me esperaban en la Universidad. Eso sería, exactamente, lo que haría en lo sucesivo durante bastantes años.

Concluidos mis estudios, volví a encontrarme con el doctor Rodríguez-Hevia cuando preparaba mi libro cuarto sobre el valle de Turón

                                            Hay que hacer constar que, primero por causas afectivas y, luego, por motivos profesionales, me alejé de Turón algún tiempo y no hubo oportunidad para la celebración que me había propuesto el Dr. Rodríguez- Hevia, al finalizar mis estudios en Oviedo. Sin embargo, desde los años ochenta mi relación con el Valle volvió a ser muy intensa y un día mantuve una agradable velada con aquel médico en el jardín de su casa ubicada en el barrio turonés de Santa Marina. Era una tarde esplendorosa de verano de comienzos del nuevo milenio, como aquel de 1964 que pasé en La Peña en mi época de estudiante. Ahora, sin embargo, el escenario era muy distinto, pues me encontraba a la sombra confortable de un  sauce esperando recibir información sobre los años de actividad de aquel médico que había dirigido con verdadero acierto el movimiento vecinal del Valle. En los prolegómenos, le rogué me disculpara por haberme olvidado en su momento de aquella “invitación con burbujas” de tiempo atrás, pero él, cortésmente, le restó importancia al hecho afirmando que no recordaba tal circunstancia. “Lo verdaderamente importante es que hayas terminado los estudios”-respondió. Esta conducta retrata al personaje y refleja su aspecto humano. Aquel día me aportó sustanciosos datos  sobre la apasionante aventura que había protagonizado en la década anterior. Una  extraordinaria experiencia, una proeza admirable, una aventura apasionante, que quedaría ampliamente recogida en el libro que estaba elaborando y que titulé «Turón, el fin de una época» .

Nombrado presidente de «Mejoras del Valle», en 1977, bajo su mandato se realizaron en Turón   obras de especial relieve como el nuevo  barrio San Francisco, las piscinas del Fabar y la remodelación de la carretera Figaredo- Urbiés

                                           Haciendo un poco de memoria, hay que recordar que  el Valle siempre había sido tratado como el hijo pobre del concejo cuando uno de los grandes beneficiados de las minas de Turón  fue siempre el Ayuntamiento de Mieres. En vista de ello, tan pronto como soplaron los primeros aires de libertad, desaparecida la Dictadura, surgió un movimiento ciudadano que pretendía contrarrestar la degradación del medio ambiente después de muchos años de actividad extractiva y de abandono por los organismos públicos. Se trataba de la “Asociación para las Mejoras del Valle de Turón, constituida en  1977, cuyo inspirador  y primer  rector fue precisamente el Dr. Rodríguez-Hevia.

Gracias a su excelente gestión y, a pesar de la inacción de los organismos gubernamentales, se ha impedido que, en el último tercio del siglo XX, el Valle volviera   convertirse  en una aldea decimonónica.

                                             La agrupación que llegó a superar los mil socios en pocos meses, se puso manos a la obra y comenzó a acometer multitud de pequeños trabajos pero tan determinantes que iban a mejorar de forma  notable el hábitat del Valle (desaparición del cuello de botella de La Cuestaniana, mejora de las curvas de la carpintería en La Cuadriella y de la confite-

 

Plaza B. S. Francisco
Plaza del Nuevo Barrio San Francisco.

 

 

 

 

 

ría con sus correspondientes aceras, etc.). Al tiempo, se trabajaba sobre otros proyectos de más envergadura  y en  1982 se inauguraron unas magníficas piscinas en  “la llosa del Fabar” que tantas alegrías habrían de dar tanto a los jóvenes  como a la gente menuda en los veranos siguientes. Pero el Dr. Rodríguez-Hevia estaba llamado a empresas mayores y sus continuas entrevistas con el  alcalde Vital Alvarez- Buylla y con el Director de HUNOSA y amigo personal suyo, el ingeniero José Manuel Felgueroso,  van dando sus frutos. Una de tantas asignaturas pendientes era el arruinado barrio de San Francisco, tantas veces prometida su restauración y otras tantas olvidada. Primero se habló de remodelación; luego se apostó por su derribo para construir uno totalmente nuevo. Aquello no fue un camino de rosas pues tuvo que luchar inicialmente contra la incomprensión del Ayuntamiento. Pero, después de incontables gestiones en Mieres del Camino, en Oviedo y en la misma Vi-

 

Piscinas
Piscinas del Fabar

 

 

 

 

lla  y Corte, se consiguió que 350 nuevos hogares sustituyeran a los 180 del viejo poblado. Ello supuso una inversión de muchos cientos de millones de pesetas de la época para Turón, pero permitió fijar a un importante sector de población evitando la desertización del Valle en un momento en que la industria hullera iba a cerrar sus puertas.

El Dr. Rodríguez-Hevia, por su importantísima obra, se ha hecho merecedor a que una calle de nuestro territorio lleve su nombre. Además, ahí queda su ejemplo a seguir si queremos evitar que el Valle se muera para siempre.

                                           Como colofón se lograría aprobar la remodelación de  la carretera principal desde Figaredo a Urbiés y desde su marcha en 1990, por problemas de salud, ya no se volvería a hacer nada importante en Turón. Por eso queremos remarcar para concluir esta apretada síntesis que nadie como él, por su  obra gigantesca, es merecedor  al nombre de una calle en nuestra tierra. Nosotros, desde estas líneas  emplazamos a la Corporación mierense para que dé ese paso hacia delante. Seamos generosos y olvidemos las diferencias ideológicas que muchas veces torpedean el entendimiento de las personas y el desarrollo de los pueblos. “Avenida del Dr. Rodríguez-Hevia”. En la circunvalación del Pozo San José o en el barrio San Francisco, eso es lo de menos. Mas de ese modo habríamos saldado una cuenta pendiente con el pasado más reciente de nuestra historia.